
Inicios

Embarazo
El embarazo es un periodo importante de nuestra vida como mujeres.
Mi primer embarazo no fue perfecto, los tres primeros meses fueron pesados: náuseas constantes, hambre desmesurada, mareos, mal estar... Hasta ese momento, cuando me encontraba mal era porque me dolía algo, tenía un resfriado, una gastrointeritis o algún mal conocido; sin embargo durante esos meses no había una causa "normal" para mi malestar mas que el propio embarazo. Odiaba los anuncios blancos impolutos donde se veían mujeres embarazadas radiantes, hasta que pasé a ser una de ellas. De repente empecé a encontrarme mejor, a verme más guapa que nunca, a disfrutar de mi barriga cada vez más gordita. Y debido al malestar del principio y a otras circunstancias, donde ya me dieron la baja para todo el embarazo, pude dedicarme a realizar una serie de actividades destinadas a embarazadas y a cuidarme.
No voy a decir que no tenía dolores, fuertes puvialgias, ardor de estómago, pesadez, lentitud al caminar, una montaña rusa emocional que me hacía llorar como nunca por mil cosas de mi día a día... Pero valía la pena.
Fue precioso cuando sentí a mi hija por primera vez, ese burbujeo que hizo que me emocionara en medio de la clase de inglés. Esa inocencia donde piensas que todo irá bien.
Porque en esos momentos, aunque pienses y puedas tener una pequeña inquietud por posibles complicaciones, no llegas a ser consciente de la magnitud tan enorme que puede tener una complicación.
Sin embargo he aprendido que las cosas malas no sólo les pasa a los demás, también te pasan a ti.

El momento en que todo empezó
Con 39 semanas estaba impaciente por ver a mi hija, aunque apenada por perder mi barriga y la atención y los cuidados que hasta esos momentos eran sólo para mi.
Nunca imaginé que las cosas irían de la manera que fueron.
Algo no iba bien, mi hija sufría y se reflejaba en los monitores, por eso decidieron abrir. No llegué a saber qué era parir a pesar de mi gran preparación para ese momento: gimnasias, clases preparto, masajes perineales, EPINO.
Ya me habían avisado que me harían una cesárea e iba preparada en cuanto a las bolsas del hospital, la casa arreglada, los mensajes preparados para enviar cuando todo acabara; pero estaba histérica, no podía parar de temblar.
Lo peor de mi cesárea fue el dolor tan inmenso de la herida cuando se pasa el efecto de la epidural, unido al cansancio físico y la enorme cantidad de gente que en mi caso vino a vernos.
Respecto a mi hija, nació con un peso y una medida dentro de la media.
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Debido a que me estaban poniendo las grapas y que tenía una cortinilla delante para no ver la operación, en un principio sólo pude ver su pie y era mi marido (que pudo entrar en la cesárea) quien me informaba sobre mi chiquitina. A pesar de todo, fue un momento maravilloso, la emoción era inmensa, de felicidad.
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Pasamos los tres días de hospitalización aparentemente normales, aunque yo detectaba pequeñas pero frecuentes convulsiones en mi bebé. Era como un fuerte tic en el ojo y pie derechos. Las enfermeras decían que debían de ser espasmos típicos de los neonatos y al durar pocos segundos, nunca llegaban a tiempo de verlas.
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Por suerte, el día que me daban el alta, en la última revisión antes de irnos a casa, convulsionó delante de la pediatra y ahí empezó todo lo demás.

Hospitalización
Ahí estaba, con las maletas y todo cargado en el coche, esperando irme a casa de la clínica, cuando llegó la pediatra para decirme que una ambulancia se llevaba a mi hija al hospital más cercano.
Nunca había ido en ambulancia. Los nervios colocaron sus primeros cimientos en mi estómago. En la uci del hospital pusieron a mi hija en una incubadora y me mandaron a casa mientras la valoraban porque no podía entrar allí con ella.
Seguimos la recomendación y fuimos a casa ya que vivíamos al lado y arropados por nuestros padres pusimos todo en orden.
De repente me llaman por teléfono del hospital: "venir y con maleta".
A mi hija se la llevaban con la uci móvil a Vall d'Hebron.
Ese momento es uno de los que jamás olvidaré: el instante en el que entraba a ver a mi hija antes de que se la llevaran. Todos me miraban en silencio y con cara extraña. Pregunté: "¿se morirá?" "no lo sabemos..." Me dijeron.
NO LO SABEMOS. Eso implicaba que existía la posibilidad...
Me dejaron acunar a mi hija en los brazos. La sensación de no saber si sería la última vez que la acunaría fue tremenda.
El mundo empezó a derrumbarse a mi alrededor.
Pedimos a la familia ir solos a Vall d'Hebron. Necesitábamos intimidad.
Por mucho que lo describa, las cosas hay que vivirlas para entenderlas de verdad y empatizar realmente. Aunque hay situaciones que mejor no vivirlas...
Yo, recién operada, sin haber descansado en todo el día y en un viaje de varias horas con la postura plegada y los baches que me provocaban dolor. Salí del coche y apenas podía incorporarme.
Era de noche cuando llegamos y pasamos por aquél largo pasillo hasta la unidad de neonatos.
Allí estaba mi pequeña, llenísima de cables y tubos en una incubadora. No me dejaron cogerla. Le habían puesto una fuerte medicación que le dejaba el sistema nervioso dormido.
Estuvimos allí con el corazón encogido y a medianoche, decidimos buscar un hotel cercano para que yo pudiera descansar.
No cenamos siquiera, fue tocar la cama y caer rendidos al sueño, pero de madrugada ya estábamos despiertos sin poder frenar nuestros pensamientos.
No podía respirar, por la herida y por la ansiedad. Me costaba moverme del dolor.
Cuando volvimos a la uci, la sensación de incertidumbre y los nervios en el estómago nos mataban. Me costaba caminar, pero corría por aquél pasillo para poder ver a mi hija.
Le hicieron un electroencefalograma, y ese será otro de los momentos inolvidables: por fin me dejaron coger a mi bebé mientras nos explicaban qué habían visto.
Las palabras todavía ahora me cuesta decirlas: "vuestra hija tiene una lesión cerebral, hay que hacer una resonancia para saber la magnitud y la causa".
UNA LESIÓN CEREBRAL.
Mi mundo se acabó de derrumbar allí. Lo que siguió fue muchísimo dolor. No hay palabras que lo describan así que lo dejaré ahí.
Mi marido llamó a nuestros padres, que muy acertadamente ya estaban entrando a Barcelona para estar con nosotros.
Nos llevaron a su casa porque no podíamos enfrentarnos a la nuestra, tan puesta a punto para la llegada de un bebé que en esos momentos no sabíamos si llegaría.
Fueron diez días interminables de ir y venir con el coche, de hoteles, de pruebas, de problemas con mi cicatriz debido a la falta de reposo, de horas en la sala de la lactancia donde solíamos coincidir las mismas madres y hacíamos "terapia de grupo", etc.
Pensé que no podría soportarlo. Cada día era durísimo, no sé de dónde sacaba las fuerzas para hacer frente a todo aquello. Me movía por inercia. La opresión en el estómago era inmensa. Sólo tenía paz los ratos que estaba con mi hija. En cuanto no la veía la opresión me atacaba de nuevo como un chorro de agua fría.
La familia y los amigos nos respetaron bastante y apenas nadie contactaba con nosotros, eran nuestros padres y hermanos quienes informaban, ya que nosotros no teníamos más fuerza emocional para enfrentarnos a dar esa información tan dolorosa.
Mi preciosa hija tuvo un infarto cerebral, un Ictus. No sabemos el momento exacto ni la causa. Las posibles secuelas serían motoras y afectarían a sus extremidades derechas. Habría que hacer todo un seguimiento en llegar a casa.
Fue el mejor diagnóstico que nos podían dar.
A los diez días volvimos a casa. La emoción del momento es comparable a la del nacimiento. ¡No nos lo podíamos creer! ¡Nos íbamos por fin a casa con nuestro bebé! Nos pasamos el camino de regreso llorando de la emoción.
La primera semana pedimos que no viniera nadie, ya que necesitábamos intimidad familiar. Pero luego todos vinieron a ver a esta fantástica superviviente.
Es valiente y preciosa. Soy UNA MAMA ENAMORADA.